Recordando un amor de los tiempos del COVID

 I. Madrid 2061


Las ciudades ya no envejecen; las personas sí. Madrid es un espejismo de neón y silencio. En el cielo los drones voladores no hacen ruido, los androides barren las calles, y yo, Carlos García, barro mis recuerdos con ayuda de AlinAI.


Suena bastante raro, pero en este momento el Imperio Americano del Sur (llamado oficialmente Mancomunidad Iberoamericana) acaba de aliarse con lo que quedaba del Reino Español, que básicamente es lo que era España a principios del siglo, sin Cataluña, sin las islas y sin los enclaves de Ceuta y Melilla. El rey abdicó y se declaró a España como una república democrática independiente (la primera república bananera de Europa, diría yo), asociada a la Mancomunidad Iberoamericana y renunciando a lo que ya no puede llamarse Unión Europea, que solo es la Desunión Europea. Es como volver al siglo XVII, donde se dio la mayor extensión del Imperio Español, pero donde la capital política no es Madrid, sino Los Ángeles, y Cartagena de Indias se acaba de declarar la capital cultural.


—Amor, tienes un 92% de probabilidades de depresión hoy —dijo la IA, su voz cálida como la de Clara pero sin su imperfecta humanidad—. ¿Quieres que active los protocolos de bienestar?


—No —murmuré, mirando el holograma de una transmisión desde Cartagena de Indias que se proyectaba en la pared, donde se estaba dando el discurso del presidente López. Llegan entonces mis recuerdos, porque allí, en 2016, Clara y yo habíamos jurado nuestro amor eterno, mientras huíamos juntos de nuestros problemas mentales.


Esa noche, mientras el presidente del Gobierno Hispano (así se llama popularmente al gobierno de la Mancomunidad Iberoamericana) emitía un discurso sobre "la reconciliación histórica iberoamericana", AlinAI mostró una notificación cifrada, de esas que sobrevivieron en servidores piratas después de la Gran Purga Digital, era un archivo de voz del 2020, etiquetado como Clara_Velásquez_ÚltimoMensaje.wav. Cuando intenté reproducirlo, inicialmente escuché solo estática... y luego un susurro: .


 No puedo respirar, tengo que entregar el celular. Voy a entrar a la UCI y es posible que no salga de esto, porque pocos lo logran. Es mi despedida. Te amo...


II. La llamada


Estaba en mi piso de Madrid terminando de preparar el café matutino. De pronto me dice AlinAI:


—Amor, tienes una llamada desde Colombia de un señor llamado Carlos López. ¿Contesto o la marco como spam?


Tan raro, pensé. Hacía ya días que no recibía llamadas desde Colombia. Me retiré hace ya quince años y perdí todo contacto con esos lares.


—Contesta —le dije.


Un eco lejano de un acento colombiano mezclado con dejes castellanos y andaluces desgarró el tiempo.


—¿Carlos García? Soy Carlos López, el hijo de Clara Velásquez —dijo la voz.


El nombre de Clara cayó sobre mí como una losa de mármol, tallada con letras de nostalgia. Mi corazón se aceleró y me faltaba la respiración. Habían pasado ya cuatro décadas desde la última vez que la vi, desde aquellos días finales de la pandemia, cuando el mundo aún creía en la eternidad.


—Mi madre murió ayer —continuó él—. Quiso que lo llamara. Usted fue muy importante para ella.


No supe qué contestar. Mis huesos, ya carcomidos por mis casi noventa años, parecieron quebrarse bajo el peso del recuerdo.


Me pidió que lo invitara a su funeral. Se tiene programado hacerse aquí en Cartagena para el 20 de marzo de 2061. pero si no puedes para esta fecha y puedes para otro día cercano podría reprogramarse. 


El viaje a Cartagena era ahora más corto que a principios de siglo —solo dos horas en transbordador—, sin embargo, para mí era muy extenuante. Ya no era el hombre que había cruzado el Atlántico con Clara en 2016, cuando los aviones aún rugían como bestias de metal.


—Ella siempre habló de usted —insistió Carlos López—. Guardaba sus conversaciones por celular, esas que se escribían en un tal WhatsApp antes de que el mundo se encerrara y que había rescatado de las bodegas piratas.


El aire se espesó. Clara, mi Clara de cabellos de ébano y risa de cascabel, ahora yacía fría en algún ataúd de la Ciudad Amurallada.


III. Los fantasmas del 2020


Acepté viajar. No por el funeral, sino por ver su rostro una última vez, aunque fuera en la muerte. El transbordador me dejó en Cartagena al anochecer, cuando las murallas brillaban con bioluminiscencia artificial y el olor a salitre se mezclaba con el zumbido de los drones funerarios, Cartagena era una ciudad bulliciosa y una gran metrópoli, que según datos estadísticos del INE el distrito cuenta con unos 10 millones de habitantes y si se tiene en cuenta el área metropolitana que comparte junto a las otras ciudades caribeñas cercanas se tienen 25 millones de almas juntas.


Carlos López, el hijo de Clara, me esperaba en el puerto junto a dos niños, sus hijos (que debieron ser mis nietos), era bastante alto, como me dijeron que era su padre (a quien yo nunca conocí), pero tenía los ojos de Clara: negros y profundos como pozos de tinta, le salude al recibirme, -mucho gusto Carlos García. El me contestó, -mucho gusto Carlos López. Tratando de romper el hielo le dije: -Eres de los López de la familia del presidente?, me dijo: -Nada que ver, no fuera mas mi desgracia.


—Ella no quería lágrimas —me dijo mientras caminábamos por calles empedradas—. Quiso una fiesta. Música, ron, y que usted estuviera aquí, nada raro en esta parte del mundo donde todavía los funerales se celebran como fiestas, una tradición africana de hace mucho tiempo.


La casa era una casona colonial, pero las paredes hablaban en hologramas: Fotos de Clara en Madrid, con los médicos del Hospital La Paz, de nosotros dos en la Feria de Abril, de su hijo creciendo entre dos patrias, que hoy son solo una. En el centro del salón, su cuerpo descansaba dentro de una urna criogénica de despedida —una costumbre de la nueva era—, rodeada de orquídeas.


—Ella dejó esto para usted —me dijo Carlos, entregándome un sobre amarillento. Dentro había una impresión de un pantallazo de celular, una copia del boleto de avión de ida y vuelta de Madrid a Sevilla del año 2020, viaje que nunca pudimos hacer a causa del COVID 19, que debió llamarse más bien COVID 20 porque el 2020 fue realmente un año y una carta en español antiguo, hecha con su puño y letra, que olía a jazmines secos.


Carlos: Si lees esto, es que al fin me rendí al tiempo. Pero no temas. La muerte es solo un puente. Te espero donde las mareas no llegan.


IV. El secreto en el sótano


Esa noche, mientras los invitados bebían y reían (como Clara quiso), su hijo me llevó al sótano del edificio. Allí cogimos un ascensor que descendió varios minutos. Entre sombras y cables de nanotecnología, había un arca neuronal, un dispositivo clandestino que almacenaba conciencias.


—Ella no quería que lo supiera nadie —susurró el hijo de Clara—. Pero pagó para que su mente se guardara aquí. No es inmortalidad… es solo un eco. ¿Quiere hablar con ella?


Mis manos temblaron. Era una blasfemia, una fantasía gótica y un pecado mortal. Pero asentí.


La máquina se encendió, y de pronto, Clara estaba allí: no como un holograma, sino como una voz que brotaba de las paredes, dulce y cálida como el verano madrileño.


—Tardaste, mi amor —dijo, y mi corazón se partió en dos.


Los últimos recuerdos


Pasé horas hablando con Clara en su espectro digital, riendo de nuestros errores, llorando los años perdidos. Al amanecer, su hijo me encontró dormido frente al arca, abrazando la foto del boleto de avión.


—Ella quería que se quedara con esto —me dijo, mostrándome un anillo de oro con un pequeño rubí—. Era de su abuela. Dijo que usted lo entendería.


Lo entendí. No era un adiós, sino una promesa.


Al salir de la casa, el sol caribeño me golpeó el rostro. En mi bolsillo, el anillo pesaba más que el futuro. Y entonces, por primera vez en años, sonreí. Porque Clara, a su manera, me había dado un final feliz: la certeza de que, en algún lugar entre la tecnología y la magia, nuestro amor seguía vivo.


Fin

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