El amor en los tiempos del COVID
I. Madrid
Las ciudades ya no envejecen; las personas sí.
Madrid es un espejismo de neón y silencio. En el cielo, los drones no hacen ruido, pero los androides que barren las calles sí. Y yo… barría mis recuerdos con ayuda de AlinAI.
Hoy es 11 de noviembre de 2075
El frio de la mañana esta terrible y yo estoy viendo el noticiero matinal: "Ultima hora, Cartagena de Indias, el presidente Rodrigo López habló ante los delegados de las republicas de la mancomunidad iberoamericana sobre la importancia de la paz y la reconciliación histórica de los pueblos de la península ibérica y de América ahora que vivimos juntos bajo una misma bandera.....
-AlinAI para video.
Reflexiono entonces sobre lo que esta pasando en este momento: El Imperio Americano del Sur (llamado oficialmente Mancomunidad Iberoamericana) acaba de firmar una alianza con la republica española, o mejor dicho con lo que quedaba del Reino Español luego de la abdicación del rey, hace ya tres años, cuando el parlamento declaró a España como una república democrática independiente (la primera república bananera de Europa, diría yo), asociada a la Mancomunidad Iberoamericana.
Siento que La historia no se repite, pero si rima. En estos momentos es como volver al siglo XVIII, cuando el Imperio Español alcanzó su mayor extensión. Pero esta vez, la capital política no es Madrid, sino Los Ángeles. Y Cartagena de Indias se ha declarado la capital cultural.
—Amor, tienes un 92% de probabilidad de depresión hoy —dijo la IA, con una voz cálida como la de Clara, pero sin su imperfecta humanidad—. ¿Deseas que active los protocolos de bienestar?
—No —murmuré, sigue con el noticiero, -sigo entonces con el noticiero, me dice AlinAI.
Entonces vuelvo a mirar un holograma proyectado en la pared: Una transmisión desde Cartagena de Indias, donde el presidente López da un discurso.
De repente me llegaron recuerdos de Cartagena. Porque fue allí, en 2016, fue donde Clara y yo juramos amor eterno, huyendo juntos de nuestros problemas mentales.
-AlinAI muéstrame recuerdos de Clara y Cartagena.
AlinAI mostró una notificación cifrada. Era un archivo rescatado de servidores piratas tras la Gran Purga Digital. Un mensaje de voz etiquetado como:
**Clara\_Velásquez\_ÚltimoMensaje.wav** Al principio, solo escuché estática... y luego un susurro:
—No puedo respirar… tengo que entregar el celular. Voy a entrar a la UCI, y es posible que no salga de esta. Carlos… esta es mi despedida. Te amo.
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## II. La llamada
El café matutino se enfriaba entre mis manos cuando AlinAI interrumpió el silencio:
—Amor, prioridad inesperada: llamada desde Colombia. Remitente: Carlos López. ¿Atender o archivar?
Mis dedos se aferraron a la taza. Nadie me llamaba desde Colombia desde… ¿cuándo? Había enterrado esos recuerdos bajo capas de tiempo y silencio.
La última vez que estuve en Cartagena fue en 2045, durante el asedio del Imperio Anglo contra el Hispano. Una repetición de lo ocurrido también en el siglo XVIII. Aunque Cartagena resistió, millones murieron por hambruna. Al final, el Imperio Hispano perdió. Inglaterra se quedó con Andalucía y con las posesiones españolas fuera de la península. Cataluña, con el respaldo inglés, se independizó y pasó a formar parte del Imperio Anglo.
—Atender —dije, con un nudo en el pecho.
Aunque no lo aceptara, mi vida estaba atada a esa ciudad. La odiaba con toda mi alma… o tal vez la amaba de tanto odiarla.
El único recuerdo verdaderamente bello —y también el más abrumador— que tengo de Cartagena fue en noviembre de 2016. Huyendo de la vida en la capital, cuando Clara y yo comenzábamos nuestra vida juntos, le dije:
—Amor, te tengo una sorpresa. Vamos una semana al mar. Este invierno está muy deprimente, ¿qué opinas?
Ella dijo que no, que tenía mucho trabajo en el Hospital La Paz. Apenas llevaba un mes como pediatra titular, y una semana era demasiado.
Pero aceptó. En la terminal me preguntó:
—¿Para dónde vamos? Este es el terminal internacional. Creí que íbamos a Sevilla… ¿o Barcelona?
—Tranquila, amor. Vamos a Cartagena.
—¿Cartagena…?
—Sí, pero no la española. Vamos a Cartagena de Indias.
Al principio se negó.
—Carlos, bastante tengo con los problemas familiares como para que me lleves a Colombia. Te recuerdo que mi padre —aunque para mí no sea lo más importante— es una figura pública por su cargo en el Ministerio de Salud, y por seguridad no debo viajar a zonas peligrosas. Y Cartagena, hasta donde sé, lo es.
—No nos va a pasar nada. Nadie sabe que vamos. Y todas las ciudades son peligrosas si uno se arriesga sin cuidado. Solo visitaremos lugares seguros.
—Mi mamá me mata si se entera…
—No se va a enterar —le aseguré.
El viaje fue perfecto. Allí le di el anillo de compromiso. Un compromiso que nunca se concretó. Siempre postergábamos la boda por nuestros conflictos, y en 2020, después de que ella casi muere por la peste, nos separamos sin habernos casado.
La llamada interrumpió mis pensamientos.
—¿Carlos García? Soy el hijo de Clara Velásquez.
El mundo se detuvo. “Clara”. Su nombre me atravesó como un cuchillo oxidado. Me vi otra vez con treinta años, en un apartamento de hospital donde el olor a alcohol gel se mezclaba con sus lágrimas.
—Mi madre falleció ayer —dijo él—. Quiso que usted estuviera en su despedida.
El piso pareció inclinarse. Clara muerta. Era imposible.
Clara era el eco de risas en la Feria de Abril, la mano en mi cabello cuando deliraba de fiebre por COVID.
Clara no podía ser… un cadáver.
—El funeral es en Cartagena, el 20 de marzo —continuó—. Pero si no puede venir ese día, lo reprogramamos.
Cartagena. La ciudad donde una vez creí que el amor podía vencer pandemias y fronteras. Ahora estaba a solo dos horas en transbordador.
Pero yo ya no era el hombre que cruzaba océanos por ella.
—Necesito pensarlo —mentí. Colgué antes de que mi voz se quebrara.
**Tres días de batalla:**
1. La primera noche, soñé con el último mensaje de Clara: “No puedo respirar…”. Desperté ahogándome.
2. La segunda mañana, AlinAI mostró fotos olvidadas: Clara y yo en el Retiro, mascarillas colgando de nuestras orejas como banderas rendidas.
3. Al tercer día, encontré la vieja maleta con la que planeábamos huir de Madrid en 2020. Dentro, un boleto a Sevilla… con ambas fechas tachadas.
—Amor —interrumpió AlinAI—. Tu estrés cardíaco requiere intervención. ¿Activo protocolos de calma?
—No —respondí, mirando el holograma de Cartagena flotando sobre la mesa—. Reserva un transbordador. Para mañana.
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## III. Los fantasmas del 2020
El puerto de Cartagena brillaba bajo la luz violeta de los drones funerarios cuando llegué.
Acepté viajar. No por el funeral, sino por ver su rostro una última vez, aunque fuera en la muerte.
La ciudad era ahora una megalópolis: según el INE, unos 10 millones de habitantes en el distrito, y 25 millones contando su área metropolitana. El mar la había convertido casi en una isla: con la subida del nivel oceánico, el tapón del Darién se convirtió en un estrecho, y el Magdalena se unió con el Orinoco y el Amazonas, creando un sistema fluvial colosal.
Carlos López, el hijo de Clara, me esperaba en el puerto junto a dos jóvenes —sus hijos, supuse. Quizás mis nietos.
Era alto, como me dijeron que era su padre (a quien nunca conocí), pero tenía los ojos de Clara: negros, profundos, como pozos de tinta.
—Mucho gusto. Carlos García.
—Mucho gusto. Carlos López.
Intenté bromear.
—¿Eres de los López del presidente?
—Nada que ver. No fuera más mi desgracia.
—Ella no quería lágrimas —me dijo, mientras caminábamos por calles empedradas—. Quiso una fiesta. Música, ron, y que usted estuviera aquí.
La casa era una casona colonial. Recordé cuando trabajé para la firma de ingenieros, levantando muros de contención contra el mar. Tuvimos que elevar la ciudad vieja más de diez metros para que no se inundara constantemente.
Las paredes hablaban en hologramas: Clara en Madrid, con sus colegas del Hospital La Paz. Nosotros dos en la Feria de Abril. Su hijo creciendo entre dos patrias que hoy son solo una.
En el centro, su cuerpo descansaba en una urna criogénica, rodeada de orquídeas: un ritual de la nueva era.
—Ella dejó esto para usted —dijo Carlos, entregándome un sobre. Dentro, un pantallazo impreso de celular: un boleto de avión Madrid–Sevilla de 2020. Y una carta escrita a mano, en papel perfumado con jazmines secos.
> “Carlos:
> Si lees esto, es que al fin me rendí al tiempo.
> Pero no temas. La muerte es solo un puente.
> Te espero donde las mareas no llegan.”
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## IV. El secreto en el sótano
Esa noche, mientras los invitados reían (como Clara quiso), su hijo me llevó al sótano de la casa. Tomamos un ascensor que descendió varios minutos.
Entre sombras y nanotecnología, apareció un arca neuronal: un dispositivo clandestino que almacena conciencias.
—No quería que nadie lo supiera —dijo Carlos—. Pero pagó para que su mente se guardara aquí. No es inmortalidad… solo un eco. ¿Quiere hablar con ella?
Mis manos temblaron. Era una herejía, una fantasía gótica, un pecado.
Pero asentí.
La máquina se activó.
Y entonces Clara estaba allí. No como holograma, sino como una voz brotando de las paredes: dulce, cálida, como un verano madrileño.
—Tardaste, mi amor —dijo.
Y mi corazón se partió en dos.
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## V. Los últimos recuerdos
Pasé horas hablando con su espectro digital. Reímos de nuestros errores. Lloramos los años perdidos.
Al amanecer, su hijo me encontró dormido junto al arca, abrazando el boleto impreso.
—Ella quería que se quedara con esto —dijo, mostrándome un anillo de oro con un pequeño rubí—. Era de su abuela. Dijo que usted lo entendería.
Y lo entendí.
No era un adiós, sino una promesa.
Al salir de la casa, el sol caribeño me golpeó el rostro.
En el bolsillo, el anillo pesaba más que el futuro.
Y entonces, por primera vez en años, sonreí.
Porque Clara, a su manera, me había regalado un final feliz:
La certeza de que, en algún lugar entre la tecnología y la magia, nuestro amor seguía vivo.
Fin
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