Un provinciano en la capital

Por Álvaro Pineda

Julio de 2020

Vivir, durante casi dos décadas, en la comodidad de tu provincia, te blinda de muchas cosas, pero te priva de otras; a veces imagino que permanecer, en el mismo sitio toda la vida, es como ver las cosas desde un cuarto de una casa, que no te permite un panorama general o apreciar el frente de la casa o tu cuadra al menos. Al salir, puedes tener una mirada más objetiva de tu mismo territorio.
 
 

 
 
No he tenido la oportunidad de vivir fuera del país, me gustaría mucho conocer, pero no quisiera irme a vivir lejos, solo de visita está bien y menos con estos tiempos tan cambiantes.
Cuando llegué a Bogotá con 18 años, Mockus era el alcalde, tras el panorámico de los carros, se veía la tarjeta del pulgar y aun, la avenida Caracas estaba sembrada de lanzas en los costados de los paraderos de buses. 
Por la Cr 15 con 74, abordaba el bus que me llevaba hasta el barrio donde vivía, el pasaje tenía un precio de $350, porque era ejecutivo y era el que me servía, en las busetas verdes el pasaje era a $220; en ambas opciones al igual que en el cebollero de $180, no te salvabas del vallenato a todo volumen, vallenato que contrastaba con el gusto que yo llevaba por el rock en español y mis incursiones de rock en inglés que ya llevaba desde Sevilla, pero el estar expuesto a vallenato por varios años me hizo entender que Bogotá consumía más este género musical, que la misma Costa Caribe y a aceptar una que otra canción que de tanto escuchar se me pegó.
 

 
Tuve una oportunidad gigante que me enseñó muchísimo a pesar de que no culminé mis estudios de tecnología en ingeniería automotriz en la FIT, donde te ofrecían culminar la profesionalización en la ECCI como ingeniero mecánico.
Mi afición por el diseño de un automóvil me motivaba, los trazos de un Ferrari Testarossa, me producían esas ganas de poder diseñar algo hermoso y a la vez aerodinámico desde mi sitio en ese momento, un país inmerso en el subdesarrollo y desde un instituto que no te ofrecía el dibujo inspirador de diseños, sino algo más terrenal, donde lo que ofrecía era un buen puesto como ingeniero en la producción en serie de una de las grandes ensambladoras nacionales.
El diseño automotriz era un sueño frustrado y la necesidad de  expresarme seguía ahí, con algunas incursiones en la guitarra, escribiendo canciones y no pudo concretarse sino hasta años después cuando en un giro de 180°, culminé  como comunicador social con la tesis que me abrió las puertas a un mundo maravilloso de expresión llamado el audiovisual, que abarca la comunicación y todas las artes, además de saciar esa necesidad de saber un poquito de todo como la curiosidad del niño de “Escaramujo” de Silvio Rodríguez.
Pero esa época de los noventa en Bogotá, como decía, me enseñó muchas cosas y me presentó personas tan valiosas y admirables como los amigos que aun conservo de esos años, amigos que llegaron a la FIT y después redireccionaron sus estudios hacia otras carreras y hoy son veterinario, como John Faber, los ingenieros Jaime, Anibal, Óscar, David, Rafael, el médico Arlex, entre otros; todos ellos muy recordados con aprecio.
El 05 de febrero de 1995, estaba con todos ellos en el primer salón de la FIT presentándonos en la primera clase de la carrera, yo, con los sueños intactos de diseñador y cada uno con sus metas.
Uno de ellos se levantó y expresó que estaba en ese lugar porque era la única oportunidad de salir adelante y su papá le había mandado a estudiar, otro porque quería ver si esta carrera era lo suyo, otro porque quería aprender para montar un gran taller, etc.
Llegamos de todas partes del país: llaneros, tolimenses, quindianos, huilenses, costeños, obviamente bogotanos y yo, del Valle del Cauca, tratando de explicar porque mi acento era paisa, a pesar de decir que era valluno, algo que nos toca a todos los sevillanos cuando salimos.
Los bogotanos, algunos se conocían entre si y tenían más afinidad entre ellos, pero nosotros los de provincia, muchos, apenas si conocíamos una ciudad y el frio como buenos calentanos, nos estaba dando duro, porque en esa época en Bogotá aun se sentían las bajas temperaturas, recuerdo que enseguida del instituto quedaba un lavadero de carros y la brisa a veces traía las gotitas de agua hasta nosotros cuando salíamos de clase al corredor y los calentanos, ( palabra que usan los bogotanos para referirse a la gran mayoría de personas de fuera de la ciudad que son muchas veces de tierra caliente), temblábamos de frio esperando entrar a otra clase.
Nosotros los estudiantes de provincia, nos hacíamos juntos, contábamos sobre nuestros municipios.
En ese tiempo, el beeper Motorola, estaba en furor y para algunos, causaba sorpresa y risas ver llevar el dispositivo colgado en la correa, pensando que era una calculadora.
Hablando de calculadoras, la fiebre para todos era tener una graficadora Hewlett Packard que te sacaba la gráfica de las funciones trigonométricas, pero era un juguete caro que pocos tenían.
La sección de la avenida Caracas por Chapinero, llena de compraventas, en ese tiempo estaba plagada de graficadoras H.P. por la cantidad de estudiantes que llegaban al “Monte de Piedad” dejando su bien por unos pesos para la rumba o para seguir subsistiendo en la costosa ciudad.
Recuerdo las charlas tan amenas con John Faber Rojas Vargas en su casa en Bogotá, con su familia que me hacían sentir en casa y cuando le mandaban la cajita de mercado, proveniente del Huila a uno de nuestros compañeros, nos invitaba a su cuarto, ponía a funcionar la cafetera, y sacaba unos panes caseros deliciosos y achiras para tomar con café recién colado, revuelto con leche en polvo, mientras escuchábamos las canciones de Maná o la programación de la emisora La X o Radio Activa.
Fueron muchísimas anécdotas las que pasamos con mis amigos y compañeros en esa Bogotá de los noventa, cosas incluso que no se deben contar públicamente pero, que nos formaron, que nos enseñaron sobre cosas que no se aprenden en la academia y que estarán allí para cada uno de nosotros como un valioso aprendizaje de juventud.
Esta convivencia con personas de varios rincones del país, me enseñó que los costeños no son tan flojos para el trabajo como los pintan, pues uno de nuestros compañeros cartagenero, llegaba a sus clases de las 7:00 am, después de trabajar en hamburguesas El Corral, hasta casi las 2 de la mañana, con sueños atrasados, para poder mantener la posibilidad de estudio en la gran ciudad; también me mostró la perseverancia y la voluntad para hacer las cosas de los huilenses y la dedicación del llanero, además de darnos una lección de humildad con su atuendo sencillo y la música llanera que escuchaba desde su carro último modelo.
Coleccioné cientos de revistas de automovilismo y les escribía a ellas cuando estaba en Sevilla, tenía mi cuarto lleno de afiches con los diseños de Pininfarina y cuando llegué a Bogotá a ese instituto, algo pasó con mis sueños, me di cuenta que el diseño automotríz estaba muy lejos, mucho más allá de la capital del país e incluso, mucho más allá de estar en el primer mundo, además el instituto fue cuestionado para esa época y me causo gran desilusión.
Un día de vacaciones en Sevilla, me tomé unas cervezas con mi padre y tuve el valor de decirle que no quería seguir estudiando algo que no era lo que realmente quería, que mi intención no era ser ingeniero mecánico y aunque fue doloroso y aun me aculpa, tenía que hacerlo porque se trataba de mi vida y esa solo puedo vivirla yo. Se que quienes me aconsejaron querían lo mejor para mi y de pronto me visualizaban en una burbuja más cómoda económicamente y con más posibilidades, pero, hoy años después, me siento tan contento de ser comunicador y poder día a día, hacer lo que me gusta y aunque no es fácil por las pocas oportunidades, me siento muy bien por dentro, que al fin y al cabo, es lo que creo que cuenta.




Esos primeros años en Bogotá, me enseñaron a ver las cosas diferentes y aunque mi aprendizaje no fue culminado, entendí y conocí muchas cosas lejos de casa, valoraba más a mi tierra y a mis compañeros de ciudad, conocí bogotanos maravillosos y también cosas tristes como delincuentes que se hacían pasar por estudiantes para robar a sus compañeros, conocí los eufemismos usados por los directivos para inflar una carrera que no era más que una tecnología de 10 semestres y el valor que tienen los amigos de esa época que aunque pasen los años y no nos veamos, ni hablemos seguido, son un gran tesoro con los que viví mi época de juventud de un provinciano en Bogotá.

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