ALGO MÁS SOBRE SOBORNO DEL CIELO

Por: Javier Marulanda
Sevilla, Valle, Colombia


En los años cincuenta Sevilla fue territorio de plomo, velorios, bandidos y entierros. Es una mañana del mes de mayo del año 1958, el pueblo está cubierto por la neblina y por la calle Miranda se desliza Lázaro Henao empujando una parihuela con un ataúd, que será dejado en el fosal. El hombre, con su carga mortuoria, pasa frente a la iglesia pero no ingresa a ella porque sabe que su muerto no tiene derecho a misa, a evangelio, ni a santos oleos. Es un NN, un hombre sin identificación, sin familia y para él no doblan las campanas porque no hay dinero para pagarle a la iglesia.

Por aquellas calendas, la iglesia tenía una escala de estratificación para los entierros. Cuando moría un pobre de solemnidad, la misa duraba diez minutos, el cura y sus monaguillos acompañaban el féretro ochenta metros. En la necrópolis, se le asignaba una tumba que después se derribaba si no había dinero para responder por ella. Los huesos iban a la fosa común y al aire libre quedaba la mortaja, el esqueleto, la ropa, los olores…

Cuando moría un hombre de clase media se mejoraba el servicio, la misa duraba veinte minutos, se leían dos textos para honrar la vida y obra del difunto y los representantes de Dios en la tierra iban con el cortejo fúnebre hasta el lugar donde el boticario Paulino Rocha Chinchilla, tenía su negocio. Se recorría, en este acompañamiento, quinientos veinte metros y el cura se devolvía a su pagoda para preparar una nueva dosis de vino.

Si el fallecido era un hombre de clase alta, se anuncia para salir, la iglesia se adorna desde la entrada hasta el altar. Tres curas, esperan ceremoniosos la llegada del cajón, don Genaro Raigoza, el sacristán, pone a volar las campanas y con ellas las palomas,  mientras don José Henao, el corista, alista el piano para recibir y despedir al muerto con lo mejor de la música para difuntos. La misa dura una hora o más, llora el Papa, se lamenta el obispo, se confunde el sacerdote, pone cara triste el monaguillo y un orador, tan elocuente como Catón, eleva a la categoría de la dignidad a un hombre que contrataba y pagaba sicarios en la ciudad, para asesinar a mansalva a otros que no estaban pintados de su mismo color.

A punta de plomo, le perforaron la piel a “punto rojo”, un bandido de los años cincuenta. Una bala le hizo hilachas el escapulario de la virgen del Carmen que colgaba a su cuello y hasta Totoró, el lugar donde lo asesinaron, bajó un cura para rezar los misterios gozosos que correspondían a ese día, cuando en la finca del frente los campesinos rezaban los misterios dolorosos sin la presencia de Dios, la Santísima Trinidad o el ángel de la guarda. Recuerdo que, uno de los compinches de su banda, le puso una carabina San Cristobal sobre su cuerpo y un monaguillo, por orden del sacerdote, lo cubrió con la bandera de Colombia.

Los ricos del pasado y los ricos de hoy, son los consentidos de la iglesia. En el entierro colectivo de Bojayá, no deslumbraron las sotanas, pero en el funeral de Carranza, el esmeraldero, lloraron, y siguen, llorando, todos los obispos de Cundinamarca y Boyacá.

En tiempos recientes, se negó dar cristiana sepultura a un campesino humilde porque su familia no tenía con que pagar a la iglesia y menos con que comprar el cajón. Se tocó el corazón de Dios, para conmover al cura, pero Dios estaba ocupado y se pidió ayuda en la alcaldía pero el ataúd se quedó enredado en los trámites administrativos.

Rafael Duque Naranjo, que conoció la historia, armó la gazapera y en este nuevo soborno del cielo el  difunto pudo ser sepultado sin más contratiempos, para viajar más allá de las estrellas.

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